lunes, 15 de julio de 2013

EL CAFÉ DE LOS DOMINGOS

Hola de nuevo, como hoy es lunes toca comentar algo del fin de semana, más en concreto del domingo.
¿Qué pasa con los sábados?, ¿hay una versión mexicana del triángulo de las Bermudas que se come esos días?. Pues no, pero los estamos dedicando a hacer algunas compras, recados múltiples y anodinas actividades varias que no son dignas de mención en este interesantísimo blog, así que me los salto directamente.
Tampoco ayuda mucho que la tarde del sábado cayera una de las tormentas habituales de esta época del año, suelen  empezar hacia las 6 de la tarde, pero, al contrario que los aviones, pueden llegar con adelanto sobre el horario previsto.


Así que directamente nos plantamos en el domingo por la mañana, cuando mi atento esposo me invitó a desayunar. Mi idea inicial era ir a Bondy, mítico local que está a un paso de nuestra casa (intenté ir a cenar el sábado pero estaba cerrado) pero, dado lo avanzado de la hora, lo menos las 11 de la mañana, ya había una lista de espera importante y yo necesitaba mi dosis de cafeína YA.

Entonces fue cuando entré de cabeza en un bucle temporal. Recuerdo perfectamente que cuando era pequeña (¡cómo no voy a recordarlo si hace tan poco tiempo!) y estábamos de vacaciones, o pasando el día fuera y llegaba la hora de buscar un sitio para comer, mi madre sacaba el rosario del bolso playero y comenzábamos la novena a San Carpanta, conscientes de lo que nos esperaba. Mi padre nunca, jamás, por principios atávicos muy arraigados, entraba en el primer local de comidas que veía. No importaba si nos esperaba Arzak en la puerta con un cartel que dijese "HOY, POR SER EL SANTO DEL DUEÑO, SE SIRVE COMIDA GRATIS Y REGALAMOS UN RELOJ". Eso no servía con mi padre, ¡faltaría más!.
Era imprescindible recorrer, cada vez más agotados, sudorosos y hambrientos, todos los bares y restaurantes en un radio no inferior a 5 kms, antes de terminar en el único que servían comidas a las 4.30 de la tarde y que no solía ser el mejor, ni en cuanto a calidad, ni en cuanto a precio.


Constaté que era algo absurdo, pero inevitable, el día que pasamos en Figueras (Asturias) en una época en la que sólo había dos sitios donde comer: un chigre con una comida de aspecto extraño y poco apetecible, igual que el propio local, o un restaurante donde los camareros llevaban uniforme y guantes y aguardaban a pie firme al lado de tu mesa para servirte el agua. A pesar de la escasa oferta, dimos nuestro ritual paseo de hora y media antes de rendirnos por agotamiento y tomar la ensaladilla más insulsa, pero más elegante, que recuerdo haber comido.
Debo reconocer que aquellos camareros eran unos profesionales, puesto que no cambiaron el gesto al vernos entrar con los bañadores debajo de la camiseta de playa (aquellas que te llegaban dos dedos por encima o por debajo de las rodillas, según gusto personal), con las cangrejeras de toda la vida, los aperos de la pesca de mi padre y Pato Loco en la cintura de mi hermana. Pato Loco era su flotador, lo inflábamos con el primer baño de la temporada y seguía así todo el verano, viajes en coche incluidos, deshincharlo hubiera sido como matarlo, inconcebible.
Pues todo esto me sirve para explicar que yo hice lo que se suele decir, que las niñas se casan con su padre y resulta que Marido tiene esa misma costumbre, eso sí, menos exagerada, pero ahí está latente, dispuesta a salir en cuanto le dan ocasión.
Y la comida no me suele correr prisa, pero con el café del desayuno pocas bromas. Soy mujer de un solo café, eso sí, cortado, triple, americano y sin azúcar. Lo necesito, es imprescindible para mi supervivencia durante el resto del día, no tomo más, salvo excepciones, y me sirve descafeinado (de sobre nunca, antes la muerte, que viene a ser lo mismo), pero hasta que no le doy un sorbo a ese primer café no soy persona, ni siquiera soy humana.
Después de dar la tercera vuelta a la misma manzana sin encontrar el sitio ideal (con terraza para poder dejar al perro, sin tener que esperar demasiado, por favor, que tuvieran chocolate para Hijo, que fuera mono, que, que, que...) y de escuchar mis siempre ingeniosas pero insistentes quejas, nos quedamos en Novecento, un local muy grande donde sirven brunchs, comidas, cenas y copas en un ambiente muy selecto y un edificio precioso al final del Parque Lincoln.


 
Nuestra mesa es la que está al lado del ventanal, justo la que tapa la columna.

Al entrar una chica muy amable sentada en su mostradorcito, toma nota de tu nombre si no has hecho la reserva y un camarero te acompaña hasta una mesa de tu agrado (la nuestra al lado de la barandilla para ver bien a Thor, que se quedó atado a la sombra de un árbol).

Lo primero que eliges es la bebida (café, por supuesto) y, entre miles de zumos, Marido escogió el de naranja, yo el de toronja e Hijo un chocolate (como era de esperar).
Vuelvo a divagar. Cada vez tengo más claro que hay que atenerse al dicho "Donde vayas, pide lo que haya". Pensaba que preparaban el zumo de naranja añadiéndole algo de agua y azúcar, pero no. Las naranjas vienen en su mayor parte de California y son más dulces pero menos sabrosas que las valencianas. En cambio el zumo de toronja está muchísimo más bueno que el que había probado en España, no tan dulce como el de naranja californiana, con un puntito ácido, que no llega a ser amargo como en el pomelo, y con más sabor.
Conclusión, siempre que se pueda en mucho mejor consumir productos autóctonos que los traídos de fuera.
Como ya eran las 12 pasadas no tenía lógica desayunar para comer dos horas más tarde, así que nos lanzamos a la piscina y pedimos un croissant (yo), un donut de chocolate (Marido) y churros (Hijo), sólo que no había churros, mala suerte. Eso para empezar.
De segundo Huevos divorciados (llamados así porque llevan dos salsas distintas, una verde, mi preferida, y otra roja), acompañados de guacamole, queso panella (un queso fresco similar al de Burgo), frijoles y creo que tortillas (las de los tacos, para entendernos).
No eran exactamente así, pero guardan un parecido razonable.

Yo pedí Huevos a la benedictina sobre mollete de pan francés y lomo canadiense (un tipo de embutido muy popular por aquí), bañados con salsa holandesa (buenísima) y acompañados de patatas fritas. Sé que estaban rico porque me comí un bocado, el último, el que Hijo ya no quiso. Se nos ocurrió preguntarle si quería probar los huevos y parece que sí quería porque sólo me dejó las patatas y ese solitario pero sabroso bocado.
Tenía tanta hambre que no pensé en hacer fotos (perdón Mar, lo siento Ana) hasta que el plato estaba en menos de la mitad de su esplendor y quedaba más bien feo, lo siento, la gula es más fuerte que yo.
Después de eso nos acercamos a ver los barcos teledirigidos que la gente lleva a navegar en uno de los estanques del Parque Lincoln.


En otro de ellos los alquilan, son barcos de pesca, no tan espectaculares como éstos, pero también tienen su gracia. La semana pasada estaban reparando allí mismo dos galeones (creo que eran galeones) espectaculares, pero esos no eran para alquilar, supongo que serían de particulares que les encargaron el trabajo.
Y la tarde terminó tomando un Margarita de vuelta a casa, aunque Hijo prefirió un helado de chocolate; incomprensible, no sé a quien habrá salido.

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